jueves, 4 de febrero de 2010

Entre la tierra

El bosque es agreste en exceso, casi inmoral, nada que ver con los bosques de la Tierra. La floresta marciana es exuberancia pura, rojo bermellón hasta el daño retiniano.
Notas el suelo blando y mullido, las hojas secas te cubren las hoyadas botas de astronauta mientras avanzas por la senda.
Darwin va delante de ti, silbando una canción improvisada, lleva el ritmo en la sangre, como todos los de su raza. Germán y Souto van a tu espalda, más serios, más cautos.
El agua de los manglares marcianos no ha sido suficiente para saciar tu sed. Sudas tres veces más de lo que bebes. Te evaporas, te estás convirtiendo en vapor, en oxígeno que va a ser asimilado por esta selva de pesadilla. Sientes que te desintegras, el bosque te está bebiendo.
Son ya dos días de marcha, el primer día muy rápida, hoy más pausada por el agotamiento. Caminas con el miedo incrustado en tu médula espinal.
Intentas que no sea así, pero vuelves a caer en tu pensamiento circular: lo peor no ha sido la pérdida del amigo, no, si no el profundo horror de ver un cuerpo humano que podría ser el tuyo perfectamente troceado y apilado en forma de pirámide, la obra de un carnicero experto y meticuloso.
“Cualquier cosa menos acabar así” dijo Germán señalando con el dedo los restos sanguinolentos del cadáver de Oriol.
Tú pensaste lo mismo.
Desde entonces has atravesado montañas, ríos de sangre, muros de manglares a machetazos. Pero cada vez el camino se hace más difícil y escarpado, sin posibilidad de vuelta atrás.
Sois la presa.
Empieza a llover.
Cruzáis una cornisa estrecha, casi imposible y os encontráis frente a un muro natural de piedra y barro.
Ante la desesperación decidís hacer un túnel en el. Darwin escarba frenéticamente con las manos. Tú le ayudas lo mejor que puedes, tienes las manos menos duras que el negro.
Germán y Souto os cubren las espaldas.
Después de casi treinta minutos de excavación frenética y con los dedos ensangrentados, ves un chorro de luz del diámetro de un dolar de plata.
El instinto de Darwin no falló.
Sigues escarbando, Germán y Souto dejan la guardia del camino y también escarban con las manos.
La posibilidad del túnel va tomando forma, pero pronto compruebas que se trata de un pequeño hueco entre las piedras que no se puede ensanchar mucho más. Por el hueco tal vez quepa Darwin, mucho más delgado, pero vosotros tres imposible.
Darwin lo intenta desesperadamente, una y otra vez.
En todas las ocasiones se queda aprisionado y tenéis que sacarle por los pies. Las orejas ensangrentadas y despellejadas.
Tomás y Souto se vuelven por el camino, desoyendo tu consejo. “Por aquí no podemos avanzar más...” se justifican, “pero detrás está la muerte segura...” les adviertes.
Desaparecen por la cornisa y a los pocos minutos oís unos gritos desgarradores. Darwin instintivamente vuelve a trabajar en el pequeño túnel.
Tu también oradas la tierra con tus manos.
Tus dedos tropiezan con un pequeño objeto extraño: es una bolsita.
La extraes y la limpias de tierra con tus dedos sucios. Está ya opaca por los años.
“¡Darwin! mira lo que he encontrado.” Tu amigo sale del escaso túnel, te arrebata la bolsita de la mano y la observa con impaciente interés.
La abre y observáis su contenido: unos pequeños cuadraditos envueltos en papeles de colores, los hay azules, amarillos, rosas, rojos, naranjas...
El papel tiene escrita la palabra “SUGUS” repetida muchas veces, como una extraña letanía. Desconoces el sentido de esa palabra, tal vez sea el nombre de un dios grotesco al que alguien dedicó una ofrenda de azucar.
“¡Son caramelos!” le dices a tu compañero mientras se los quitas de las manos.
“¡Menudo lugar para esconder unos caramelos!” exclama Darwin.
Estallas en una carcajada estertórea.Tus lágrimas trazan riachuelos caprichosos en tu piel sucia por el légamo. La risa te oxigena.
Te sientas frente a Darwin de espaldas al camino.
El hace lo mismo.
Os repartís el tesoro multicolor y empezáis a pelarlo con dificultad, los caramelos están fundidos al papel, más que unidos han pasado a ser una única materia. Os cuesta decaparlos.
Ya pelados observas que son pegajosos, gomosos, de un color amarillo ocre.
Seleccionas uno y te lo introduces en la boca.
Saboreas el caramelo primigenio y sientes como se deshace en tu boca y no en tu mano.
“Darwin, el mío es de fresa ¿y el tuyo?”
Observas a Darwin y por el rictus de su cara sabes que la bestia está a tus espaldas.

Zandor Ludovici, Portbou 1925.

sábado, 16 de enero de 2010

La levedad de las gónadas

"Cambiar testosterona por créditos estelares no era una mala decisión.
A Carl le faltaba dinero y le sobraba testósterona. Además, la testosterona solo le había traido problemas, miles de problemas con las mujeres.
Pero su vida iba a cambiar, el mercado era generoso al respecto. Miles de ricos podridos de dinero necesitaban lívido para no aburrirse, para ejercer el poder del macho, el auténtico poder.
Estas y otras autojustificaciones pasaban por la cabeza de Carl, perforador de segunda categoría, alcohólico y de baja voluntaria en el yacimiento de uranio en calixto, tercera luna de jupiter, en el quirófano.
Pero es que ya es demasiado tarde para volverse atrás.
Yace en una camilla, ligado de pies y manos.
En una camilla contigua, reposa sedado un viejo con cara de payaso sádico y un sospechoso aunque casual parecido con John Rockefeller.
Es su receptor de testículos, claro, la testosterona se produce en las gónadas, y estas se encuentran en los testículos.
100 mil créditos por dos bolitas de nada. 100 meses sin trabajar, bebiendo, vagabundeando por las cantinas espaciales.

-¡Pero que he hecho Dios mío! ¿Qué motivo voy a tener a partir de ahora para vagabundear por las noches por las cantinas espaciales? -Se lamenta, pero ya es demasiado tarde.

Dos androides enfermeras con pechos como cohetes se disponen a efectuar el acto irreversible. La enfermera más bajita le inyecta una dosis de pentotal sódico que haría dormirse al gran Almircar Von Rauser, mariscal de campo que con su energía hercúlea arrasó la última colonia de marcianos sionistas en las pléyades.
A Carl le surge el mismo efecto. Como no. Pero Almilcar conservó sus criadillas.
Sueña con estrellas fugaces, los satélites de jupiter y magma hirviente de los volcanes de juno.
Cuando despierta es 100 mil créditos más rico y 117 gramos más liviano."

Zandor Ludovici, Cantón de Bern 1926.